Comentario
Un conflicto semejante al que se desarrolla en el ámbito de la arquitectura o de la pintura se produce en el mundo de la escultura, en el que se cruzan permanencias de la tradición barroca, sutiles y elegantes motivos rococó y novedades que tienen que ver con lo real y con el mundo ideal de los modelos de perfección clásicos propuestos por Winckelmann y coleccionados por todos. Francia, antes de la Revolución, vive un momento particularmente revelador en relación a las propuestas de los escultores, desde el clasicismo tradicional y académico de Edmé Bouchardon (1698-1762) al naturalismo de raíz barroca, teñido dé compromisos realistas, de los retratos de Etienne-Maurice Falconet (1716-1791), amigo de Diderot, teórico de la escultura y autor de obras como la berniniana Estatua ecuestre de Pedro I el Grande (1766-1782, San Petersburgo), o desde las pseudomanieristas y sensuales imágenes de Jean-Antoine Houdon (1741-1828), autor también de un magnífico retrato de Voltaire (1778-1780, Montpellier, Museo Fabre) a las realistas y críticas de Jean-Baptiste Pigalle (1714-1785), cuyo retrato de Voltaire (1770-1776, París, Instituto de Francia), desnudo como un héroe antiguo, sigue impresionando por su ausencia de idealismo, por su cercana y expresiva modernidad, que tanto incomodó en su época.Si la idea de la escultura neoclásica puede ser sustituida por una imagen, sin duda se tratará siempre de alguna obra de Antonio Canova (1757-1822). Pero su fortuna crítica ha sido desigual y especialmente la propiciada por la versión más vulgar del Romanticismo, que identifica a este último con la vida y al Neoclasicismo con la muerte congelada, incluso el blanco de sus mármoles parecía acentuar ese mismo tópico, cuando, en muchas ocasiones, se trataba de una segunda piel descubierta, por llamarlo de alguna forma, por los restauradores del siglo XX, ya que Canova solía dotar de una pátina de cera o tratar la superficie con "acqua di rota". Sin olvidar, claro está, que durante esa época, en los últimos años de la vida de Canova, algunos historiadores y artistas o arquitectos comenzaban a ilustrar filológicamente que tanto la escultura como la arquitectura griega habían estado coloreadas, como confirman los dibujos y textos de A.C. Quatrémere de Quincy en su"Jupiter Olympien ou l´art de la sculpture antique considéré sous un nouveau point de vue; ouvragé qui comprend un essai sur le goût de la sculptures polychrome" (1814) y que habrían de culminar en la obra del arquitecto Jacques-Ignace Hittorf (1792-1867), "Restitution du temple d'Empédocle à Selinonte, ou L'architecture polychrome chez les Grecs", de 1834, aunque con anterioridad había realizado otros estudios en la misma orientación.Pero no sólo el blanco del mármol pudo contribuir a la desconsideración de su obra, sino también el hecho de que buena parte de la historiografía, filtrada por criterios vaga y militantemente románticos, al estudiar la obra de Canova y descubrir el poder de sus dibujos y bocetos preparatorios, convino en señalar que, en el proceso que iba del proyecto a la obra terminada, el escultor destruía cualquier idea artística que no fuera la acrítica imitación del pasado clásico, congelando y amanerando unas figuras cuyo carácter funerario y frío constituía su carácter distintivo, es decir, académico. Lo que implicaba, además, un elogio cualitativo de los bocetos de barro o cera, frente a las obras acabadas en mármol.Con posterioridad, toda la obra de Canova se ha querido hacer romántica, incluso la de Winckelmann, de cuyas teorías siempre se dijo que la escultura de aquél parecía la aplicación práctica. De ahí que incluso se haya querido conceder más importancia a sus bocetos y pinturas, algunas de ellas puestas en estrecha relación con la obra de artistas como Blake, Füssli o de su amigo el escultor John Flaxman (1755-1826), brindándonos así un Canova purista y prerromántico, que a sus esculturas. Tal vez la clave para entender el clasicismo de Canova esté, en efecto, en Winckelmann, en sus recomendaciones a los artistas de imitar a los griegos para llegar a ser inimitables, y en aquella otra sentencia del arqueólogo prusiano, según la cual el escultor, y el artista en general, debía "abocetar con fuego y realizar con flema", casi una descripción anticipada de la obra de Canova.Formado en Venecia, el escultor de Possagno llegó a Roma en 1779, el mismo año en el que muere Mengs. Acababa de hacer Dédalo e Icaro (1777-1779, Venecia, Museo Correr), en el que aparecen los míticos arquitectos atados por una línea recta, que algunos han querido leer como una premonición de sus propias ideas, preferentemente conceptuales, frente, por ejemplo, a la linea sinuosa, línea de la belleza, teorizada por Hogarth. Es Roma la que atrapará a Canova y a su escultura, la que hará posible su magisterio. Una Roma que debate las ideas de Winckelmann, con museos y colecciones que se pueblan de estatuas clásicas, con decenas de talleres de restauración de escultura, con una prolífica producción de copias en yeso de las obras griegas y romanas que demanda el mercado artístico, pero también una Roma sin escultores, o casi. Quatrémere de Quincy llegó a definir lo antiguo como un libro cuyas páginas el tiempo ha destruido o perdido y la función de los modernos consistía en reintegrar lo que faltaba. Y Canova e incluso los restauradores como Cavaceppi tuvieron mucho que ver en ese esfuerzo de restitución.Afincado definitivamente en Roma, realiza un grupo que le ha de proporcionar celebridad y que causará el entusiasmo de los eruditos y aficionados, Teseo y el Minotauro (1781-1783, Londres, Victoria and AIbert Museum), en el que para el sereno Teseo triunfante Canova tuvo en cuenta dos obras muy célebres en la época como el Marte en reposo, de la colección Ludovisi y Mercurio sentado, bronce encontrado en Herculano. Esta obra le valió el sobrenombre de "continuador de lo antiguo" y, sobre todo, ,un encargo papal, la Tumba de Clemente XIV (1783-1787, Roma, Iglesia de Santi Apostoli), donde recoge la tipología de tumbas que había codificado Bernini en el siglo anterior, manteniendo la convencional composición piramidal, pero tratando cada una de las figuras, la Mansedumbre, la Templanza y el Papa, del que Milizia escribió que hasta los jesuitas lo elogiaban, en mármol, en irónica alusión al hecho de que Clemente XIV fue el papa que suprimió la Compañía de Jesús, con una independencia compositiva sorprendente, acentuada por los volúmenes geométricos que ordenaban el monumento, incluso haciendo de la puerta central, que da acceso a la sacristía, una puerta funeraria, convirtiendo en simbólico lo que no era sino un hueco funcional.Las tumbas y estelas funerarias realizadas y proyectadas por Canova, y que van de la Tumba de Clemente XIII (1784-192, Roma, San Pedro del Vaticano) a la espléndida y escenográfica pirámide del Monumento funerario de María Cristina de Austria (1798-1805, Viena, Iglesia de los Agustinos), en la que Canova había retomado una idea previa para hacer un monumento a Tiziano en la Chiesa dei Frari de Venecia, no son sólo retratos funerarios de sus destinatarios, sino imágenes arquetípicas de la muerte. Su obsesión por la forma piramidal, tratada, eso sí, en bajorrelieve, tan querida por los arquitectos revolucionarios, llena de resonancias arqueológicas y simbólicas, terminaría siendo el marco figurativo de su propia tumba, de su corazón, ya que su mano derecha reposa en la Accademia de Venezia y el resto de su cuerpo en el Templo Canoviano de Possagno. Un cenotafio dedicado a su corazón, promovido por su amigo y erudito Leopoldo Cicognara, que se encuentra en Venecia, en la iglesia de Santa Maria Gloriosa dei Frari.Poco amigo de realizar retratos, si no era convirtiendo a los retratados en personificaciones contemporáneas de héroes o dioses clásicos, desde que llegó a Roma quiso, sobre todo, ser tan grande e inimitable como los escultores antiguos. Y, en este sentido, su obra más winckelmaniana, es, sin duda, su célebre Perseo (1800?1801, Roma, Museos Vaticanos). No es casual que eligiese el Apolo de Belvedere como modelo de la belleza ideal y pretendiese no su copia, sino su emulación, la aproximación a la idea a partir de un objeto histórico y no de la naturaleza. Comenzó a realizarlo en secreto, pensándolo para él, sin encargo previo. Pero como consecuencia de la reciente expropiación, impuesta por el tratado de Tolentino (1797) al Papa, del Apolo, del Laocoonte y otras obras de arte por Napoleón, que fueron recibidas en París como un acontecimiento cultural y político memorable, Canova decidió terminar su Perseo, en el que establece un coloquio analógico con la célebre estatua griega, con sutiles variaciones en la actitud y en el movimiento, convirtiendo el pasado en futuro, como querían Winckelmann y los neoclasicistas. En 1801, apenas terminada, Canova tenía comprador, un ciudadano francés que había visto los bocetos previos, y que posiblemente influyera en la presencia del gorro frigio sobre la cabeza de Perseo. Pero en todo caso, y casi de inmediato, recibió otra propuesta de compra para que la escultura presidiera el centro del Foro Bonaparte en Milán, megalómano y fundamental proyecto, no realizado, de Giovanni Antolini (1756-1841), convirtiéndose así en emblema del poder de Napoleón. Sin embargo, de revolucionario o liberador, el Perseo acabaría sacralizándose al ser comprado por el papa Pío VII y colocado en el pedestal que ocupaba el Apolo de Belvedere, adquiriendo así connotaciones políticas evidentes: una obra nacida para emular idealmente un modelo clásico. Este fenómeno, característico de las confusiones entre estilo e iconografía, entre lenguaje artístico y política, en la época, tendría en la obra de Canova, especialmente ambiguo ideológicamente, una continuidad polémica en otro grupo escultórico como el de Hércules y Licas (1795-1815, Roma, Galleria Nazionale d'Arte Moderna). Se trata de un gesto de violencia de origen mitológico, pero de un gesto que parecía compartir la idea de Goethe de que los antiguos describían lo terrible pero no hacían terrible la descripción. Un gesto leído como progresista o conservador, según sus intérpretes contemporáneos, y realizado por quien, por otra parte habría de representar a Napoleón como Marte pacificador (1803-1806, Londres, Apsley House) o a Paolina Borghese como Venus vencedora (1804-1808, Roma, Galleria Borghese), incluso por quien esculpió un busto del Emperador del que se llegaron a realizar miles de réplicas.Entre los escultores de la época que podemos situar en una órbita de preocupaciones semejantes a las de Canova y que habrían de ejercer una significativa influencia durante el siglo XIX, se encuentran, sin duda, el danés Bertel Thorvaldsen (1770?1844) y el ya citado Flaxman, con el que coincidió no sólo en Roma, sino también en Londres, teniendo ocasión de poder observar las casi recién llegadas esculturas del Partenón, los célebres "mármoles de Lord Elgin", que tan alejados parecían de las perfecciones ideales que hasta ahora habían admirado en la escultura helenística.Flaxman, amigo de juventud de W. Blake, realizó su viaje a Italia en 1787, pero antes había trabajado para la fábrica de cerámica de J. Wedgwood, realizando dibujos lineales con motivos de origen clásico para esos objetos decorativos. Una forma de trabajo que habría de influir notablemente en toda una tendencia hacia la abstracción lineal característica del 1800 y cuyos orígenes son enormemente variados, desde los teóricos e ideológicos a los productivos, técnicos y estéticos. De ahí que se haya podido observar que el triunfo del trazo en las artes figurativas más que una técnica era casi una forma de pensar. Y era algo que el mismo Diderot había aconsejado a los artistas, "pintar como se hablaba en Esparta".Flaxman conocía bien las figuras de los llamados vasos etruscos y de la cerámica clásica, también por razones de trabajo, y el purismo y precisión de esos modelos influyeron notablemente en su obra, especialmente en las ilustraciones que preparó en Roma para diferentes ediciones de autores clásicos (la "Ilíada", la "Odisea", Dante, Esquilo...). Téngase en cuenta que antes de llegar a Roma, ciudad en la que permanecería hasta 1794, había afirmado que salía de "Londres con la determinación fortísima de simplificar". Una posición muy próxima a los radicales discípulos de David, a sus griegos, aunque desde una opción y un recorrido estético e ideológico distintos. Piénsese que de él se ha dicho y mantenido, incluso por Panofsky, que era a la vez griego y gótico, lo que ciertamente no era espectacularmente nuevo en el siglo XVIII, sobre todo si recordamos a Laugier o a Soufflot. El poder de su trazo y de sus blancos en las ilustraciones, que atrajeron también a Goya, que llegó incluso a copiarlas, y dibujos hacen de sus imágenes momentos llenos de heroísmo y sublimidad figurativa, también propios de alguien que como Flaxman había traducido a Winckelmann al inglés, pero que además tenía entre sus amigos a W. Hamilton o Canova. Entre sus esculturas, sin duda, influidas por la obra del último, pero con un tono de simplificación próximo a su radicalismo figurativo, en el que toda la fuerza de la expresión se encuentra en la línea y en la luz, cabe destacar el Monumento a Agnes Cromwell (17971800, Catedral de Chichester) o La Furia de Atamante (179094), realizada en Roma y parece que propuesta por Canova a Flaxman, justo antes de que él mismo realizara su ya comentado Hércules y Licas.De Thorvaldsen, discípulo de Canova en Roma, ciudad a la que llegó en 1797 y lo retuvo hasta 1838, cabe señalar que su importancia radica no sólo en ser continuador de la trayectoria del escultor del Perseo, sino de dar un paso atrás, para hacer obras menos apolíneas y más próximas a la escultura clásica griega que comenzaba a conocerse en Europa, como podemos comprobar en su Jasón (1802?1828, Copenhague, Museum Thorvaldsen), encargado por T. Hope. Por otra parte, es innegable la influencia de Flaxman en su estilo más purista y arcaico. Su celebridad sólo fue comparable a su estudio romano que fue visitado por papas, nobles, coleccionistas, artistas y poetas (entre ellos Lord Byron).